Un vuelo hacia el futuro

Un viaje migratorio que alimenta una ambición

Por Codi Trigger y Olga Siokou-Siova
Reimagine like a gamer: Pouya close up picture
UNICEF/UNI357885
10 Septiembre 2020

Estudiante de kung fu. Violinista. Patinador.

Para tener solamente 16 años, las aficiones de Pouya son muy diversas. Pero él tiene un objetivo: “lo hago para sentir mi cuerpo, para sentir mi energía, para controlarla y controlar lo que ocurre a mi alrededor”.

Este tranquilo ejercicio de reflexión tiene sentido, ya que lleva gran parte de su vida controlando lo incontrolable.

 

Una travesía difícil

Pouya lleva cuatro años y medio en Grecia. Llegó con su familia a la isla de Lesbos y más adelante se trasladaron a un campamento para desplazados a las afueras de Atenas.

Cuando emprendió el viaje tenía 11 años. Su hermano pequeño tenía tres, mientras que su hermana solo tenía seis meses. De Afganistán a Pakistán, la familia viajó en coche: a veces se apiñaban 15 o más personas en un solo vehículo. Pouya tenía que esconderse en el maletero con otros, y allí permanecían seis o siete horas seguidas de viaje. El cuerpo se le adormecía. En Pakistán, la familia tuvo que pagar a un talibán para poder seguir hasta Irán.

“Tuvimos que hacerlo”, dice Pouya con naturalidad. “De lo contrario, nos habrían matado de inmediato”.

Tenían la sensación de que nunca iban a llegar. Conducían por paisajes borrosos que se desdibujaban a su paso. Atravesaron Irán para llegar hasta Turquía. Pouya recuerda la violencia de la frontera, con la presencia de distintas facciones beligerantes, policía y bandidos. En vez de tener una alarma que lo despertara por las mañanas, era el sonido de las bombas lo que lo arrancaba de su duermevela. Cada vez que los paraban, les apuntaban a la cara con pistolas.

Sin embargo, lo peor eran los cuerpos ensangrentados que se alineaban en los desfiladeros. Un día vio a unos lobos despedazando un cadáver. Sus padres intentaron evitar que lo viera, pero lo vio. Su rostro se endurece: “Tengo que recordarlo, porque me hace ser quien soy”.

Cuando por fin llegaron a Turquía, la familia tuvo que volver a sopesar sus opciones. Habían visto gente morir en su país. Habían visto gente morir en el mar. A fin de cuentas, cualquier decisión intermedia parecía depararles la muerte. “No fue un viaje agradable porque, bueno, nos estábamos jugando la vida”, afirma Pouya. “Así que no, morir no nos parecía tan grave”.

 

En Grecia, el descanso

En Grecia, Pouya se ha podido convertir poco a poco en un adolescente más y disfruta de la rutina de la vida cotidiana.

Va a la escuela. Sale con sus amigos. Juega al fútbol a diario con Organization Earth, asociados de UNICEF, y recibe clases de violín a través de El Sistema Greece.

Si bien la rutina diaria de Pouya (y la de millones de otros niños de todo el mundo) se ha visto interrumpida por la pandemia de COVID-19, él ha proseguido su práctica de Kung Fu y el aprendizaje de idiomas y de violín cumpliendo con las restricciones del distanciamiento social.

 

Sabias palabras

Pouya entiende que a la gente le den miedo los refugiados. Cuando se les retrata en los medios de comunicación, siempre llevan ropa sucia y parecen aturdidos y absortos en sus traumas. No parecen normales. De algún modo, están deshumanizados.

“Cuando pensamos demasiado”, dice Pouya pensativo, “sentimos menos. En el cielo, en el espacio, en la tierra, somos todos uno y todos somos iguales”, asegura, “y por eso la gente debería ayudar a los demás cuando lo necesitan”.

“Todos vivimos una vida y debemos luchar por nuestra felicidad”.

 

Reimaginar el futuro

Teniendo en cuenta ese recorrido –que es más de lo que mucha gente viaja a lo largo de su vida–, es fácil entender por qué Pouya quiere volar.

Para él, contemplar los aviones en el cielo era una forma de escapar. Sus aspiraciones de llegar a ser piloto le permiten sentir la conexión con la belleza de Afganistán, algo que las bombas no pueden destruir, así como ser testigo de la auténtica paz que ofrecen las vistas de pájaro.